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      Renovación del Código Penal con viejas recetas. El próximo día 1 de julio entra en vigor la última modificación del Código Penal que, por su amplitud, más que una modificación parece un Código nuevo. Son muchos los comentarios que me sugiere tal modificación pero lo primero que me llama la atención es el constatar como el legislador español, legislatura tras legislatura, muestra su incapacidad para redactar un Código Penal con una mínima vocación de permanencia; no pasan más de dos años, sin que tengamos que enfrentarnos a una reforma del Código Penal, lo que dice muy poco de la capacidad de generar normas estables de nuestros legisladores.

      De la lectura de la Ley llama asimismo la atención el endurecimiento generalizado de las penas y la introducción de nuevos tipos de delitos; así desde la prisión permanente revisable, a la supresión de las faltas, que no supone que ya no estén penalizadas estas conductas, sino que se convierten en delitos, delitos menos graves, pero delitos con todas sus consecuencias, pasando por el delito de desorden público que unido a las recientes leyes de seguridad ciudadana sólo puede explicarse desde la concepción imperante de que el uso en libertad del espacio público por los ciudadanos esté restringido a las finalidades que el Poder Ejecutivo establezca.

      No deja de ser curioso que España, con la cuarta población reclusa más numerosa de Europa, siga confiando la solución de sus conflictos, siga tratando de reponer la paz social quebrada cuando se produce el delito, con mayores penas privativas de libertad. Son muchas las voces que claman en pro de alternativas a las penas de prisión, pero el legislador sigue impermeabilizado a nuevas sensibilidades y con una visión que, en el mejor de los casos no pasa de los cuatro años de su legislatura. ¿De verdad nos creemos que existe relación directa entre penas más duras y reducción de delitos?

      La normativa penal es la última ratio, el último filtro de un Estado democrático y bien merece un mayor esfuerzo de estudio; requiere una visión de Estado y no de partido; la normativa penal se merece un respeto y debe apartarse de ella toda la utilización mezquina y cortoplacista a la que estamos acostumbrados creando tipos y penas que responden más al marketing político que a una verdadera política criminal.

      Y la normativa penal merece coherencia y no es coherente que se “venda” la ampliación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, a la vez que se crea un sistema de exoneración de responsabilidad de las cúpulas directivas empresariales; y no es coherente que se nos venda como interés en perseguir los delitos de corrupción el endurecimiento de las penas, cuando estos delitos siguen tratados como en el siglo XIX, ignorándose las modernas y sutiles formas actuales de comisión y, además, se pretenda la limitación de los tiempos de instrucción que unido a la carencia de medios de la Justicia dejará impunes muchas de estas conductas.

      Somos conocedores de que parte de la reforma viene impuesta por la obligación de adaptar nuestra normativa interna a la normativa de la UE, pero la política criminal de un Estado no debe hacerse a golpe de reforma y menos aún con reformas diseñadas para acallar la alarma social que generan aquellos delitos que causan en los ciudadanos hartazgo y estupor social.